El viajante

Fotografía de tpsdave

Le gustaban los tractores, no sabía si quería ser tractorista o cura. Era un niño normal, sin grandes sueños pero con historias con las que jugar, con guiones teatralizados de películas de vaqueros y héroes de cómics de espada corta. A los nueve años fue arrojado del pueblo a un internado donde unas leyes ajenas a los juegos y a los cuentos iban a marcar su vida.

Cuando rememoraba ese pasado casi se enfadaba, le hubiera gustado seguir siendo niño pero no le dejaron, hubiera optado por no crecer, por ser un crío toda su vida, pero no pudo ser, tuvo que seguir creciendo a costa de su dicha.

Tal vez por eso, a pesar de los años cumplidos, encontraba en su carácter demasiados rasgos infantiles: una tendencia acusada a alejarse de la realidad, una intuición inexistente, una inclinación impertinente a hacer siempre lo que deseaba o la carencia de algunas destrezas sociales.

Después de finalizar los estudios se inició en varios trabajos, todos le duraron poco, no le gustaban los sitios cerrados, su lugar estaba en la calle, en los espacios abiertos. Acabó siendo comercial, haciendo un montón de kilómetros al año.

Los inicios fueron difíciles pero consiguió hacerse con la representación de una empresa que le dió la tranquilidad económica. Disfrutaba del coche y de los kilómetros, se sentía bien en ese cubículo de metal y cristal. Las relaciones que mantenía con los clientes eran cordiales, aprendió una sociabilidad de andar por casa que la compensaba con educación y amabilidad. Nunca llegó a ser un comercial simpático, más bien lo consideraban serio y a veces un poco estirado.

El tiempo fue quemando neumáticos y asfalto, también habitaciones de hotel. No le gustaba dormir fuera de casa, el cansancio y la noche lo envolvían en una tristeza y una soledad que lo dejaban desamparado, expuesto a un aislamiento desaprensivo.

Aquella noche no tenía que haber parado, aún podía haber hecho un esfuerzo por superar los 300 kilómetros que lo separaban de casa, pero estaba demasiado cansado y había tenido una discusión con su mujer, malditos móviles. Pasó por recepción, dejó la maleta en la habitación, siempre llevaba una muda y una camisa limpia, y se fue directamente a la cafetería del hotel. Había un extraño ambiente de expectación, demasiada gente para esa hora.

Cuando le traían el Gin tonic le preguntó al camarero qué se celebraba, por qué había tanta gente. El barman, poniendo tono de confidencialidad, le comentó que todos los jueves se congregaba un grupo de tahúres para jugarse los cuartos a los montones. Se quedó sorprendido, aún recordaba esas partidas de domingo en el bar del pueblo donde algunos parroquianos salían trasquilados.

Siguió con su copa mirando de hito en hito a las personas que entraban en la sala. Al cabo de media hora, cuando estaba a punto de abandonar la cafetería se oyeron unos gritos, un hombre abandonó violentamente la sala dando un sonoro portazo. Unos gestos nerviosos y un rostro crispado le acompañaron hasta la salida del hotel.

Aquella espantada lo incomodó, intuía qué había ocurrido, decidió abandonar la cafetería, pagó la cuenta y se dirigió a la habitación. Después de lavarse los dientes se sentó en la cama, un instante de calma le trajo de nuevo el desencuentro de hace un rato, optó por no llamarla y aguantar el desasosiego provocado por la resaca de una desavenencia vanal.

Se metió entre las sábana con la intención de leer un rato, estaba cansado pero necesitaba tranquilizarse para conciliar el sueño, el incidente de la cafetería lo había puesto nervioso. Puso empeño en la lectura, por un momento hasta se olvidó de dónde estaba, pero la cabeza seguía funcionando aceleradamente y perdió el hilo del libro. A veces no podía evitar pensar en qué se había convertido, una especie de autómata desengrasado que ya no disfrutaba del trabajo, solo sentía cansancio y tedio.

Lo mismo ocurría con sus amigos, antes se divertía tomando unas cañas, tenía la impresión de que esa ruta de cerveza y bares sacaba de ellos la parte más sociable y divertida, también la más entrañable y afectiva. Pero eso también cambió, la pereza se fue apoderando de sus escasas motivaciones y sustituyendo las salidas de fin de semana por series de televisión.

Dejó el libro, no se podía concentrar en la lectura, su mirada se perdió en el techo siguiendo el hilo de sus pensamientos. Se sentía responsable de su situación, era consciente de ese alejamiento, de esas tendencias que lo arrastraban hacia el aislamiento, cada vez hacía menos esfuerzos por satisfacer a sus amigos, por satisfacerla a ella.

Harto de no coger el sueño acabó por tomar un orfidal, no le gustaba el cariz que estaban tomando las divagaciones. Apagó la luz y se arrebujó con las sábanas. Un sueño profundo se apoderó de él sumergiendolo en un limbo de tranquilidad.

 

Una viuda desconsolada se ha quedado sin lágrimas, un dolor de piedra ha evaporado su alma, acompaña al féretro con pasos inseguros hacia el cementerio de un pueblo pequeño. El cortejo de sombras se desplaza lentamente arropando a la viuda, una figura sujeta su brazo para evitar una caída. Varias personas la cogen en volandas y la llevan a casa, la depositan suavemente en un lecho, demasiado llanto, demasiados orfidales.

Una noticia del Diario se propaga rápidamente entre los conocidos. Encuentran sin vida el cuerpo de A.J. en un hotel de la N-II a la altura de Fraga. Un aparatoso incendio se propagó rápidamente alcanzando la planta baja y primera, la rauda intervención de los bomberos evitó una tragedia mayor. El fuego se inició en la parte posterior, junto a las cocinas, las primeras investigaciones apuntan a que el trágico siniestro fue provocado. Según fuentes de la investigación, la policía busca un sujeto que pudo haber participado en una partida ilegal de cartas.