El espejo me devuelve una imagen demacrada que me cuesta asumir. Las arrugas del entrecejo han aumentado remarcando la división de mi frente. Las de la risa han dejado de ser expresivas para convertirse en dos profundos surcos. Las gafas no consiguen disimular las bolsas de los ojos, el fular no es suficiente para ocultar la flacidez de mi cuello, las orejas las he dejado que campen a sus anchas.
A pesar de mis arrugas, de mi cintura, de mis canas, a pesar de ese espejo impertinente y cruel, sigo haciendo esfuerzos por aparentar cierta juventud. Como mi cuerpo no me ayuda mucho, he empeñado casi todo mi esfuerzo en «rejuvenecer» mi alma, en mantener mi cabeza actualizada con las señales que me manda el exterior.
Fundamentalmente he utilizado dos técnicas: desterrar todas aquellas conductas e indumentarias de «mayor» y vampirizar a la gente más joven. Intento disfrazarme con todos los medios a mi alcance para que me digan que no aparento la edad que tengo.
He desarrollado un procedimiento simple pero eficaz para aprovecharme de mis congéneres. Cuando encuentro personas jóvenes en mi entorno, sobre todo mujeres, intento acercarme a ellas. Como mis destrezas sociales son escasas, es un acercamiento lento, al final acabamos siendo amigos.
Empiezo por ser amable, escucho con atención. Escuchar es fundamental. En esta fase ya se ha iniciado la vampirización: acumulo sonrisas, expresiones, miradas, gestos que van colonizando mi córtex cerebral. Esto me ayuda a entenderlas. Día a día la empatía crece y la complicidad se hace mayor.
Al principio es un acercamiento cauteloso, procuro que mi disfraz de «chico majo» prevalezca sobre cualquier duda o alerta. Llega un momento en que adquiero cierta seguridad en la relación, ya soy un amigo, nos abrazamos, compartimos cierta familiaridad.
Después todo es más fácil y descarado. Intento obtener el máximo. Una de las cosas que más me llenan son las emociones, procuro despertarlas. Toman cuerpo en la expresión de su rostro, en su mirada, en la línea de sus labios, en la inclinación de su cabeza, en el movimiento de sus manos, …
Para apropiarme de este corpus etéreo basta con contagiarme de su estado de ánimo y cautivar su mirada. En un momento, esas emociones han pasado a mí. Ella se muestra un poco más leve, a la vez que yo me sumerjo en un estanque de aguas agitadas o tranquilas, depende.
A veces las emociones son muy fuertes. Esas que empiezan por el dibujo forzado de una sonrisa y acaban en un rictus de desolación acompañado de una mirada turbia de lágrimas. No tengo que hacer nada para apropiarme de algo tan impetuoso, penetra en mí directamente, no necesito la intermediación de miradas o abrazos.
En algunas situaciones me emborracho. No soy capaz de asimilar ese caudal sentimental y emocional, y acabo disgustado y abatido. Oculto los síntomas, no quiero que me vean así.
No hay una actitud morbosa ni libidinosa, sólo un afán de minimizar los efectos del paso del tiempo. Mis emociones han perdido intensidad, se han vuelto acuosas, mis sentimientos ya sólo manifiestan inseguridad y miedo, mis ilusiones se han esfumado en un mar de dudas y debilidad. Mi vida interior languidece, necesito más luz, más fuerza.
Vampirizar es adictivo, siempre se quiere más. Llega un momento en que se fuerzan las circunstancias para provocar ese acercamiento, ese clima apropiado para apoderarse de las emociones. El resultado no puede ser peor. Tu víctima se cansa, se aburre de tanta sensibilidad, de tanta comprensión, de ese amable empalagoso, y acaba por ubicarte en la estantería de lo aburrido.
A pesar de la destreza adquirida, un día ocurrió algo inesperado. Lo que había empezado con un abrazo y una leve caricia de mis labios en su cuello, acabó en un mordisco bestial. Un grito espeluznante rompió la quietud del ambiente, un empujón violento me arrojó sobre la mesa. Mi última víctima salió enfurecida del despacho llevándose consigo todas las emociones. Me quedé vacío, aterrado. Mis días de vampiro habían llegado a su fin.