Camino a Soria

La ola de calor nos había empujado noche tras noche a unas condiciones que hacían imposible el descanso. Nos levantamos a las seis de la mañana exhaustos, como marionetas deslavazadas que no podrían interpretar la sesión que les esperaba a lo largo del día.

Salimos veinte minutos más tarde, boicoteados por un torpeza incapaz de gestionar las escasas tareas y el tiempo que habíamos programado. Ya en el coche intentamos pacientemente sacudirnos el mal humor que nos había acompañado desde que nos levantamos.

Gracias a dios el tiempo había dado un vuelco drástico, las temperaturas habían bajado y el cielo se vistió de nubes que nos protegieron del sol despiadado de días anteriores. Empezamos a encontrarnos mejor, el cansancio persistía pero el ambiente fresco de la mañana nos reanimó y nos hizo encarar el día con mejores perspectivas.

Una vez superada Zaragoza, la ondulada meseta castellana nos acompañó hasta la afueras de la ciudad de Soria. Habíamos quedado en una gasolinera para reagruparnos y reemprender la marcha a San Esteban de Gormaz. 

De nuevo, la incertidumbre de encontrarte con compañeros de la primera guerra púnica. Esta vez fue más fácil, sedados por el cansancio nos enfrentamos con naturalidad a las primeras sonrisas y abrazos, fue sencillo incorporarse a la conversación del grupo, convertir en algo familiar a personas que hacía mucho tiempo que no habíamos visto.

Después de un café nos pusimos en marcha. Nosotros dejamos el coche en la gasolinera y nos incorporamos al recién estrenado vehículo de Carlos, Julio hacía de copiloto. No hubo que estar atentos a la ruta, seguimos fielmente la estela de Toño y Blanca hasta la entrada de San Esteban, punto de encuentro de compañeros que venían de Guadalajara, Valladolid, Burgos, Madrid y Barcelona.

Esta vez fue un poco más complicado, apenas conocíamos a los nuevos compañeros que se habían incorporado al grupo. Nos presentamos de una manera más formal, si era un hombre, me etiquetaba como Oroquieta, si era una mujer, me hacía llamar Fernando. 

Nos habíamos convertido en un grupo relativamente numeroso, resultaba difícil recordar los nombres y relacionarlos con su “ficha laboral”. En el caso de las mujeres aún era peor, excepto en el caso de Ana, no solo no recordaba el nombre sino que, recurriendo al cliché machista, no sabía qué marido le correspondía.

Encaramos la entrada a la ciudad medieval con cierto despiste, visitando la iglesia del pueblo mientras esperábamos a los rezagados. No lo sabíamos, pero ese sábado tocaba mercado medieval, nos dimos de bruces con multitud de puestos y viandantes que llenaban la calles de color y música. 

Una parada en la primera plaza fue la excusa para sumergirnos en un bar, las primeras cañas y torreznos llegaron para regocijo de todos. La comunicación entre nosotros se hizo más natural y menos protocolaria, una dosis de socialización amable y cariñosa nos acercó, empezamos a vislumbrar con curiosidad lo que escondía cada uno de nosotros.

Seguimos caminando por la calle Mayor acompañados por el colorido de los puestos y la curiosidad de los viandantes. A veces la música, interpretada por bandas de músicos ataviados con traje de época, nos aturdía con una estridencia poco apta para tímpanos endurecidos. Sin embargo, en este multitudinario y ruidoso paseo pude conversar de una manera intimista y descarada con algunos de mis compañeros.

Me atraen mucho las historias con final feliz, me atraen un poco más las inacabadas, aquéllas qué se han quedado sin una brújula que les marque la dirección de su próxima etapa. Son historias de las que aprendo, que me invitan a no ser tan conservador. Hubo más historias, algunas con sabor a cuento, otras con sabor a verde o piedra, incluso algunas sabían a música.

La visita a las dos iglesias románicas de la villa fue el preámbulo de la degustación del mejor torrezno del mundo en el bar Antonio. Nada que objetar, un millón de calorías y grasas transformadas en un manjar delicado y exquisito. También señalar que en Soria se producen los mejores vinos de la ribera del Duero gracias a la altitud en la que se crían sus viñedos. ¿Propaganda? Tal vez sí, hay que tener en cuenta que los sorianos y medio sorianos aman a su tierra y la promocionan con un entusiasmo envidiable.

Dejamos San Esteban y nos dirigimos a Rioseco, habían reservado la comida en el restaurante Quintanares. Nada más sentarme caí en un sopor que no abandoné hasta que finalizó la comida. Apenas tenía energías para escuchar, tuve que moderar la ingesta de vino para no caer dormido en la silla. No pude disfrutar de la conversación con los comensales.

De nuevo al coche para dirigirnos a la Fortaleza Califal de Gormaz, más vale que a Carlos le gusta conducir. Muchos kilómetros, una comida por digerir y un cansancio que se iba acumulando, más de uno aprovechó para reflexionar con los ojos cerrados. 

La fortaleza, una atalaya privilegiada para controlar la llanura, nos mostró los confines del valle y el sinuoso cauce del río Duero. El viento se adueñó de las murallas empujándonos con violencia hacia el abismo e invitándonos a volar sin parapente. Un baile de figuras aladas interpretó una danza atávica que nos transportó a un pasado remoto y a un presente etéreo de niñas y niños jugando. No es una metáfora, tenemos constancia gráfica de esa extraña danza.

Quique y Antje se cansaron de volar, Patxi los acompañó, abandonaron la comitiva y se alejaron de Soria. Los demás seguimos nuestro camino hacia Quintana Redonda, el pueblo de Angel Mari y Mari Cruz. Para nosotros, los de Zaragoza, fue una parada leve, un alto para repostar líquidos y escuchar ceremoniosamente a Vela narrar historias extraídas de un abecedario impregnado de una locura de amor.

Dejamos el pueblo, Carlos y Julio continuaban para Zaragoza, nosotros pernoctábamos en Soria. Después del check-in y la ducha buscamos un bar. La ciudad hervía, los bares y terrazas estaban llenos. Después de dos vinos y unas croquetas, la fría noche nos empujó al hotel acompañada de los ecos de Vulcanalia. Agotados, nos fundimos entre sábanas blancas y soñamos con historias de un pasado muy lejano.

En este relato han participado:

Angel Mari y Mari Cruz de Barcelona y Soria
Antonio de Valladolid
Carlos de Zaragoza
Carlos y Olga de Logroño
Fernando y Pilar de Pinseque (Zaragoza)
Jesús Mari e Isabel de Burgos
Julio de Utebo (Zaragoza)
Luis y Ana de Logroño
Quique y Antje de Guadalajara
Patxi de Madrid
Toño y Blanca de Soria
Tony de Barcelona
Vela de Madrid, narrador

Muchas gracias a los anfitriones Toño, Blanca, Angel Mari y Mari Cruz por la organización y el cariño que nos han manifestado.