El teléfono sonó impertinente, era el abogado, no quise cogerlo, no me apetecía hablar de ese asunto. Llevábamos demasiado tiempo discutiendo sobre lo mismo sin ponernos de acuerdo, prefería dejar que la discordia reposara, pensaba que con un estado de ánimo renovado podríamos cambiar la perspectiva para que fuera aceptable para los dos.
Pensé que el confinamiento lo llevábamos bien, estábamos sorprendidos, preveíamos que íbamos a tener muchos choques domésticos tontos, pero no fue así, la convivencia con la cotidianidad fue muy bien.
A pesar de la bondad de la relación y de la carencia de conflictos latía una sensación un poco extraña. A veces la veía de espaldas concentrada en el ordenador y no la reconocía, es como si estuviera muy lejos, completamente ajena a mi mundo. Es probable que ella sintiera lo mismo.
Poco a poco se fue acumulando una ausencia de comunicación que se acentuaba cada día. Es probable que si no hubiéramos estado tanto tiempo encerrados en nuestra casa nada hubiera ocurrido, no habrían saltado las alarmas, las carencias se habrían compensado con el contacto de otras personas. Pero no fue así, el confinamiento puso muy difícil la relación con nuestros amigos, no pudieron contrarrestar nuestras deficiencias.
Intenté escapar de este laberinto, siempre había tenido cierta facilidad para alejarme de la realidad y crear mundos paralelos más amables y entretenidos, pero esta vez no sirvió. No supe, no pude elevarme por encima de ese estado pastoso y pesado que impregnó mi vida, no pude engañarme.
Eché mano de la ilusión para que me empujara y me sacara de este pantano desolado. Pensaba que era algo intrínseco a mi carácter que siempre había estado ahí, pero esta vez no la encontré.
Lo mismo ocurrió con el trabajo, empezó a no tener sentido, las mañanas se hacían interminables peleando en un entorno que acabó por asfixiarme y llenarme de frustración. Acabé amargado.
La realidad se hizo cómplice de mi estado de ánimo. El sol brillaba más tenue, como si estuviera de luto por la pandemia global, el ambiente se tiñó de una tragedia televisiva que costaba digerir, las certezas se volatizaron empujadas por un viento de incertidumbre, no había un presente sólido al que aferrarse, el futuro se evaporó. Solo quedaron los incontables héroes y los homenajes de aplausos y escenas lacrimógenas.
Llegué a la conclusión de que había enfermado de soledad, de miedo a perder mi pareja y mi futuro, de miedo a no encontrar aquello que me había empujado hacia adelante. Se habían desvanecido las sonrisas cómplices de amigos y compañeros, los abrazos y besos, las pequeñas confesiones. No quedaba nada, solo miedo y un enorme vacío a mi alrededor.
Una tristeza extraña quiso apoderarse de la razón. Tuve que aferrarme con fuerza a mi realidad más tangible, a una casa que me había acogido en los últimos veinte años, a unos gatos que de vez en cuando se dejaban acariciar el lomo y a un psicofármaco que me recetó el especialista.
Me convertí en un ente molesto y perezoso que deambulaba perdido por la casa, en varias ocasiones tuvieron que abroncarme para que me aseara. La apatía y la indiferencia se apoderaron de mí, perdí el gobierno de mi vida solo controlaba el mando de la televisión y la puerta del frigorífico. Ella no lo pudo soportar, tomó una decisión que yo acepté con desgana y desinterés.
Los meses fueron pasando acompañados por una pandemia que no remitía, las leyes se endurecieron para reprimir las conductas que favorecían el contagio mientras las noticias volvían a detallar unas estadísticas alarmantes. Una atmósfera gris volvió a dominar de nuevo las calles.
En este clima yo iba mejorando día a día, después de seis meses el médico me dio el alta y me incorporé de nuevo al teletrabajo y a un aislamiento preventivo, los miedos se habían mitigado pero las precauciones cada vez eran más acusadas.
Un veinte de diciembre anunciaron en la televisión que la versión de Oxford de la vacuna de la COVID-19 estaba en producción, dos meses más tarde ya estábamos vacunados. Por fin pudimos brindar por una normalidad que ya nunca sería la misma.
A pesar de la pandemia y el caos sentimental, ambos volvimos a retomar la senda de la vida, ella se enamoró de un profesor de Fraga y yo de un carpintero de Alagón. Vendí la casa rural y me incorporé a su taller para volcarme en mi nuevo oficio. Cuando rememoro los días pasados no dejo de pensar en lo puta y retorcida que es la vida.