Historias de la desescalada

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A pesar de la conmoción que nos provocó la declaración del estado de alarma y el inicio del confinamiento, nos sentimos relativamente tranquilos, privilegiados de vivir lejos de la ciudad rodeados de parcelas que nos protegerían del contagio y del agobio de los pisos.

La primera semana fue bien: teletrabajo, actividades extra escolares, bicicleta estática, estiramientos y preparar un proyecto que me seducía. El sábado de la segunda semana un ruido molesto se instaló en la parcela de al lado, una hidrolimpiadora se había apoderado del silencio rompiendo la tranquilidad de nuestro entorno, mientras un amplificador protestaba contra la endiablada máquina elevando el volumen de la música.

Los atardeceres de sábados y domingos una discomovil recorría la urbanización con una sinfonía de notas rotas. Al júbilo electrónico se sumaba el coche de la policía local con el himno nacional. La contaminación acústica nos obligó a refugiarnos dentro de la casa.

Por fín llegó el día en que los niños pudieron salir, la hidrolimpiadora paró y las músicas que le acompañaban cesaron. Un silencio de normalidad se apoderó de la urbanización, por fin pudimos relajarnos y oír de nuevo el aleteo de las palomas.

Aún tuvieron que pasar seis jornadas más para salir de casa y pasear por el campo. Estaba ansioso, ilusionado. Era una día soleado de temperaturas altas impropias de mayo. Me calcé las zapatillas con un pantalón corto y una camiseta de marca, y me sujeté el flequillo con una cinta azul. Perfecto para disfrutar del primer paseo después del encierro.

Todos debimos pensar lo mismo. A las doce de la mañana con un solazo de 30 grados accedí al camino que rodea la urbanización. Contemplé con perplejidad la algarabía de niños que zigzagueaban con sus bicicletas, de perros que tiraban de sus dueños y ladraban desesperados por correr campo a través, de padres y madres que enloquecían intentando controlar a niños y mascotas.

Después de saludar fugazmente a los vecinos que me vieron decidí volver rápidamente a casa. Entre el sol y la frustración ya me había acalorado, abrí una cerveza y me senté en el porche dispuesto a relajarme, poco después me acompañaba Pili con un vermú.

Mientras rumiaba el malestar de la frustración, recibí un wasap de la comunidad, nos convocaban a las 9 de la noche en el club social para celebrar la primera salida del confinamiento. Había que llevar la bebida y los aperitivos, se rogaba encarecidamente que todo el mundo fuera provisto de mascarilla.

Antes de salir de casa ya me había tomado dos cervezas. En una cesta pusimos doce latas frías, dos bolsas grandes de patatas y dos dispensadores de hidroalcohol. Nos dirigimos al club social protegidos por mascarillas, un ambiente festivo y carnavalesco nos recibió con saludos efusivos, dejamos las bebidas en una mesa y nos juntamos en un pequeño grupo.

A las diez y media se retiraron los niños acompañados por uno de los progenitores. Se fueron protestando, habían estado correteando sin control por el parque y jugando, con la supervisión de una madre, al escondite y al pilla-pilla.

La ausencia de los niños supuso el inicio de un relajamiento que nunca debió manifestarse, las mascarillas empezaron a deslizarse hasta quedarse a la altura de la barbilla, la ingesta de la bebida se hizo más fácil y todos empezamos entendernos mejor, a muchos no se nos entendía con la mascarilla puesta.

Entre conversaciones y cervezas la noche fue transcurriendo apaciblemente interrumpida de vez en cuando por amistosas grabaciones de móviles. Las mascarillas se fueron cayendo sin remedio. Nos retiramos muy tarde y bastante beodos, fue imposible no dar besos y abrazos, todos lo necesitábamos.

Me levanté fatal, el domingo estuve todo el día tirado en el sofá acompañado del mando de la televisión. El lunes pude entrar en una normalidad que aún contenía trazas de resaca, el martes ya estaba totalmente recuperado.

A las doce de la mañana llamaron a la puerta, era la funcionaria de correos con un certificado, una notificación de sanción. Con una violencia inusitada me vinieron a la cabeza imágenes de vecinos salpicando la noche con destellos de móvil.

No quise firmar la recepción de la notificación, me despedí de la funcionaria pidiéndole disculpas. Rápidamente encendí el ordenador y busqué en Google el listado de sanciones por incumplir el confinamiento, era una cantidad muy elevada, ya no podría arreglarme la boca.

Respiré profundamente, me senté en el porche y observé con detenimiento la frondosidad del jardín. Una leve brisa borró la pesadumbre del momento camuflando el disgusto, todo iría bien. ¡Hasta la próxima estupidez!