El indigente

el indigente

Ultimamente me encontraba apesadumbrado, preocupado por la desigualdad y la pobreza, y con la mala conciencia de no hacer nada por aquellos que sufren la penuria diaria. 

Cada día por la mañana nos encontrábamos en la biblioteca con indigentes leyendo el periódico, para nosotros eran usuarios especialmente apreciados, a pesar de la sordidez del mundo en que vivían, aún tenían ganas para mantenerse informados y asomarse a otros mundos ajenos al suyo.

A la mayoría se les notaba el desprecio y la dureza que les prodigaba la calle: miradas esquivas y apagadas, andrajos de caminar lento y torpe, algunos no olían bien. No era el caso de Juan, un indigente esbelto y pulcro de larga melena que acudía casi todos los días por la mañana a leer el periódico, lo saludaba aunque apenas le conocía, alguien me había dicho que era un sin techo, nunca me atreví a preguntarle dónde y cómo vivía.

Un día dejó de aparecer por la biblioteca, nos preguntamos que había sido de él, imaginé que se había trasladado a otra ciudad más cálida ya que el otoño amenazaba con una bajada de temperaturas.

Aquél martes había bajado sin coche a Zaragoza y para volver a casa me dirigí a la parada del autobús que me llevaría a Torre Medina. Al pasar por la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen, en la escalinata, vi a Juan, estaba irreconocible, se había cortado el pelo. Me acerqué a saludarlo y le pregunté qué le pasaba, estaba delgado y demacrado.

Me contó que había tenido que acudir a urgencias con mucho dolor de estómago. Le habían diagnosticado un cáncer de colon y le habían aconsejado hospitalizarlo mientras le hacían más pruebas y estudiaban el tratamiento. Se asustó, no quería quedarse allí, rogó al médico que le dieran algo para calmar el dolor y le dejaran salir. 

A regañadientes el médico le recetó morfina en pastillas para siete días y le conminó a acudir a la próxima cita en una semana. Cuando nos encontramos le quedaban pastillas para cuatro días, no podía estar sin ellas, uno de los días olvidó una de las tomas y se quería morir de dolor.

Le invité a venir a mi casa, se encontraría más relajado y podría decidir con tranquilidad qué hacer con su enfermedad. A pesar de las protestas aceptó. Tomamos el autobús para Torre Medina, una vez allí cogimos el coche y nos dirigimos a Alcampo a comprar ropa, la que llevaba estaba deteriorada y sucia.

Fue fácil adaptarse a él, una vez duchado y con la ropa limpia emergieron esos modales que habíamos visto en la biblioteca, incluso cambió la forma de modular la voz, más dulce y menos enfadada. Le pedí que se tomara esos días con sosiego, hasta la próxima cita con el oncólogo, después hablaríamos.

Solo eran cuatro días, muy poco tiempo para decidir, los médicos apremiaban. Intenté acompañar sus reflexiones escuchando en silencio. Pasó por muchos estados estados de ánimos, la mayoría sombríos, y siempre llegaba a la misma conclusión, ¿qué futuro me espera? Su mayor problema no era el cáncer, podía superarlo, conocía las estadísticas, pero se veía incapaz de superar la derrota que le había infligido la vida.

Recordaba con dolor a aquella mujer que le acompañó en la que fue su casa, ese trabajo que acabó por quemarlo y dejarlo en el paro, ese primer día en la calle buscando desesperadamente un refugio donde cobijarse. No amaba la vida.

A pesar de ello consiguió pasar unos días agradables cuidando del jardín y la casa, acompañándome en esas tardes tenues de un verano tardío. Creo que llegó a alcanzar el sosiego necesario para tomar una decisión, supo entender que estaba escribiendo el epílogo de su vida.

Tengo un recuerdo entrañable de él, descansa junto a sus compañeros Pepa y José en el jardín. Están en paz, yacen rodeados de margaritas y petunias bajo la frondosa sombra de los árboles. A veces me hablan con sonrisas de pétalo, a veces me añoran con lágrimas de rocío. Los echo de menos.