Se levantó temprano, el sol brillaba con fuerza y amenazaba con un día caluroso. Se había instalado en un pequeño hotel de Eriste buscando tranquilidad, el curso estaba al caer y prometía estar lleno de dificultades.
Bajó a la cafetería, pidió un café y se sentó en una mesa de la terraza. Se había levantado raro, últimamente sentía un desvalimiento que le obligaba a poner más empeño en todo. Había acudido al Pirineo para cargarse de energía y valor, aún no se había recuperado del agotamiento del curso pasado.
Aquel viernes de marzo fue el último día de clase, los estudiantes abandonaron el colegio de una manera extraña, en medio de un jolgorio que solía preceder al fin de semana y una incertidumbre de dudas y sombras.
El personal del centro se quedó expectante viendo cómo los niños abandonaban el patio y se mezclaban con padres preocupados. La directora había convocado una reunión de urgencia para esbozar un plan que pudiera hacer frente a lo que se avecinaba.
Se enumeraron escuetamente los primeros pasos para enfrentarse a un confinamiento sorpresivo, en los días sucesivos se definirían los ejes de una nueva educación a distancia. El Jefe de Estudios pidió expresamente que se hiciera una encuesta exhaustiva de los medios digitales con los que contaban los alumnos, desde ordenadores hasta móviles.
El sábado a primera hora se sentó delante del pantalla, un montón de correos electrónicos y quince llamadas sirvieron para determinar las carencias. En un 22 por ciento de los hogares no había ordenador o no servían, un 10 por ciento de los alumnos no tenía móvil.
Acabó disgustado por el cariz de algunas llamadas, no quiso continuar, completó una excel con los datos que había obtenido y apagó el ordenador. No quería pensar en el reto que suponía poner en marcha una experiencia educativa inédita. Abrió una cerveza y se apoltronó en el sofá, no consiguió relajarse.
Abandonó el hotel pensando en los días de incertidumbre que siguieron. Decidió hacer la ruta circular del puente romano de Tramarrius, quería alejarse del pueblo, perderse en la montaña. Tomó la calle Alta a la salida del pueblo, después de cuarenta minutos alcanzó el Mirador de Eriste. No encontró a nadie, aprovechó para tomar un bocado y hacer algunas fotografías, disfrutó de la panorámica del valle y del embalse de Linsoles.
Continúo el paseo hasta el puente, desde el pretil se asomó al cauce del río, sintió una gran curiosidad pero no encontró ninguna documentación en Google. El regreso lo hizo por el otro lado del río, fue rápido, en cuarenta minutos ya estaba de nuevo en el pueblo.
A pesar de la belleza del recorrido no consiguió liberarse del desaliento que le acompañaba. Se dirigió al bar del hotel Tres Picos, saludó al camarero y se sentó en una mesa con un vino y un bocadillo.
Mientras comía no pudo dejar de pensar en algunos de los errores cometidos: los sempiternos deberes y un material ingente de entidades públicas y privadas abrumaron a los alumnos, tampoco supo controlar las horas de dedicación, acabó agotado. Lo más penoso fue comprobar como varios alumnos acabaron aburridos y desmotivados por carecer de medios. Pidió otro vino.
Cuando abandonó el bar se dirigió a la habitación del hotel, no necesitó ninguna excusa para meterse en la cama, los dos vinos lo habían amodorrado. Un sueño inquieto se apoderó de él, se despertó bruscamente sacudido por una pesadilla. Después de una ducha y dos wasap decidió salir a dar un paseo.
Cruzó el puente para alejarse de la carretera y rodear el embalse por el camino. No encontró a nadie, solo un ciclista que se perdió de vista rápidamente. Notó sensaciones extrañas, la quietud del agua le infundió miedo, el verde de la pradera le produjo un profundo desasosiego, las montañas del valle se habían enfurecido. Siguió andando con dificultad hasta que un mareo de vértigo lo dejó tirado en el camino.
Despertó en el hospital de Barbastro, una enfermera le comunicó que un ciclista lo había encontrado inconsciente y había llamado al 112. Las pruebas habían descartado cualquier daño cerebral, el médico pensó que había sufrido un ataque de pánico severo.
Durante la convalecencia tuvo tiempo de pensar, cada vez le costaba más sacar los cursos adelante, la experiencia del confinamiento le exigió un esfuerzo ímprobo. Una vez recuperado tomó una decisión, solicitó la excedencia e hizo los preparativos para dejar la ciudad y el colegio.
Se fue a vivir a Villoria, un pequeño pueblo de Asturias al lado de Pola de Laviana. Al principio se ganaba la vida haciendo pequeños arreglos en las casas e impartiendo breves talleres que le pedían los vecinos, uno de los primeros fue un taller de electricidad, después se atrevió con uno de lectura.
En la actualidad solo se dedica a realizar reparaciones domésticas, otros se ocupan de la gestión del taller. Una amplia oferta de actividades ha conseguido atraer a muchos vecinos de Villoria y otros pueblos. Participa en un taller de acuarela y echa una mano en lo que puede. Casi todos los días, después del paseo, se le puede ver al anochecer tomando un vino en el bar La Piloñeta.