Unas vacaciones tardías de octubre me llevaron a una de esas playas enormes que hay en el Delta del Ebro, estaba desierta, no quedaba ningún turista. Por una vez tenía ganas de perderme en ese infinito de mar y arena, caminar sobre el agua y sobre todo estar solo, totalmente solo.
Aquel lunes inicié el paseo a las nueve de la mañana, el sol se mostraba perezoso, una luz apagada permitía ver con nitidez el confín del horizonte. Empecé a caminar contemplando con interés la vasta planicie de agua y el enorme pasillo de arena que parecía dibujado por un niño.
Muy pronto me distraje, dejé de admirar el paisaje de postal y me sumergí en mis cosas, en esos detalles nimios que me invaden cuando me despisto. Seguí andando hasta que tropecé con un cuerpo y caí de bruces. Me levanté como un resorte y contemplé el cuerpo inerte tumbado en la arena.
Me costó reaccionar, no sé cuánto tiempo estuve absorto mirándolo. Me arrodillé, tomé su muñeca en busca de vida pero no percibí ningún latido. Dejé de focalizar su mano, levanté la vista y me fijé en el rostro, era una mujer blanca, rubia, de mediana edad. Antes de que me diera cuenta sus ojos se apoderaron de mi mirada.
Era de noche, salían del apartamento. Se dirigieron paseando hasta un bar, se sentaron en la terraza y tomaron sendos cafés. No tardaron en salir para dirigirse al puerto deportivo, accedieron a uno de los pantalanes y subieron a un barco.
La embarcación maniobraba lentamente para salir del pantalán y dirigirse a la embocadura del puerto. Se dirigieron mar adentro. Varios brindis acompañaban la noche de un mar de calma. Se introdujeron en la cabina y permanecieron largo rato. Cuando salieron, una escena violenta explotó de manera sorpresiva, el hombre la empujó contra el costado de estribor y la increpó con insultos y amenazas: puta, miserable, te voy a matar. Con un gesto de fuerza la arrojó al mar y se alejó.
En la comisaría
Una mano en el hombro me sorprendió, me asusté. Con poca delicadeza me levantaron de la arena y me esposaron, inmediatamente después llamaron a una ambulancia. Un desconocido que no quiso darse a conocer había avisado a la policía. A pesar de contarles que había encontrado el cadáver mientras paseaba, me consideraron sospechoso de homicidio, uno de los coches que habían acordonado la zona me trasladó a la comisaría.
En un despacho sin ventanas iniciaron el interrogatorio. Les dije mi nombre, que estaba de vacaciones en un apartamento de la Carrer d’en Gloria y que paseando por la playa me había tropezado con el cuerpo. No llamé a la policía porque me quedé petrificado ante la mirada de la víctima. Les conté, como si de una película se tratara, lo que había visto en sus ojos. Después de tres horas, una vez comprobada la identidad y teniendo la certeza de que me habían tomado por un imbécil, me dejaron salir con la indicación de que no abandonara Sant Carles.
Fui al apartamento, a pesar de los nervios provocados por la detención, no podía dejar de darle vueltas. Las imágenes las recordaba muy bien, eran como una película, no sabía si procedía de esos ojos inertes o mi imaginación se había disparado por la conmoción del encuentro. A las siete de la tarde una llamada telefónica me conminó a que acudiera a la comisaría a las nueve de la mañana.
Fue una noche larga de continuos duermevelas, una repetición constante de la película que se había grabado en mi córtex. De vez en cuando, como destellos, me asaltaban frases que rompían la secuencia de las imágenes.
El despertador me sobresaltó, apenas podía abrir los ojos, estaba muy aturdido. En el baño, el reflejo del espejo me devolvió los destellos del sueño: Anviguda dels Alfacs, Taberna Dalmau. Investigué un rato en Google, quería conocer de qué se trataba.
En la comisaría me recibió con amabilidad el inspector que iba a llevar el caso, me pidió que le contara todo, absolutamente todo. Volví a repetir lo que había dicho el día anterior pero no comenté nada de las expresiones que me habían asaltado en medio del sueño. Cuando me despedía, me indicó que ya podía abandonar Sant Carles, si me necesitaba ya me llamaría por teléfono.
En Zaragoza
Ese mismo día por la tarde regresé a Zaragoza, quería escapar de Sant Carles, de la playa que me había traumatizado. Fue un viaje pesado, tuve que poner mucho empeño para no dejarme arrastrar por el torbellino de imágenes que me asaltaban. Llegué de noche, ya en el apartamento me serví una cerveza con un trozo de queso y me metí en la cama.
Me levanté hecho polvo. Como en Sant Carles, la película se fue repitiendo una y otra vez hasta que me levanté. Ya sumaba dos días sin dormir, una ducha y un café largo no fueron suficientes para ponerme en marcha. Me senté en el salón confuso, no sabía qué hacer.
Acabé en la calle, perdido en una de las avenidas del Parque Jośe Antonio Labordeta. Al llegar a la altura de una de las fuentes de la Avenida de San Sebastián, los ojos de una mujer rubia me atraparon con fuerza llenando mi mirada con las imágenes del homicidio. Era la misma mujer de la playa, estaba viva. Esto no podía ser casual.
La retuve con cuidado de no asustarla y le rogué que me escuchara 30 segundos: “Sé que suele ir a un apartamento en la Anviguda dels Alfacs de Sant Carles de la Ràpita y que suele pasear en un barco de unos 6 metros de eslora, también sé que suele frecuentar la Taberna Dalmau. No acuda a Sant Carles, aléjese de ese hombre, corre peligro de ser asesinada. No puedo darle más detalles“.
La mujer se quedó estupefacta, durante unos segundos muy largos no supo cómo reaccionar. Mientras me alejaba le oí decir: “Dios santo, ¿qué está ocurriendo?, ¿qué puedo hacer?”.
El misterio
Cuando llegué a casa llamé a la comisaría de Sant Carles, me presenté y pedí que me pusieran con el comisario Soler, le dije que necesitaba ver de nuevo el cadáver de la mujer de la playa. El comisario me contestó alterado, “No sabemos qué ha ocurrido, el cadáver estaba custodiado en la morgue del hospital de Tortosa pero ha desaparecido, nadie tiene constancia de que haya sido retirado, se ha interpuesto una denuncia en la audiencia de Tarragona. Lo siento, me llaman.”
No me sorprendí, algún acontecimiento perturbador se había puesto en marcha. No quise pensar, no podía pensar, solo se me ocurrían disparates.
Al día siguiente el comisario me llamó para preguntarme si recordaba algún detalle más del encuentro en la playa o había tenido alguna revelación de interés en los sueños. Me comentó que en el mismo lugar de los hechos había aparecido el cadáver de un hombre ahogado. Le manifesté que no tenía nada que añadir. Nos despedimos.
Mi vida se había transformado en un absurdo, no sabía qué pensar, la mente me llevaba a argumentaciones esotéricas, no encontraba otras explicaciones. Intenté ceñirme a la rutina de siempre para aferrarme a la normalidad. Como en días anteriores me metí en la cama nervioso, no dejé de soñar en toda la noche, una pesadilla más explícita de lo habitual me despertó violentamente: el hombre del barco era empujado por la borda.