Cuarenta y cinco días

Fotografía de Engin_Akyurt

Se levantó más tarde de lo habitual, se sentía especialmente cansada, hacía tiempo que no dormía bien. Hizo la maleta y se duchó. Cuando cerró la puerta de la habitación se sobrecogió, dejaba atrás una estancia cargada de pesadumbre. Se despidió del recepcionista, un taxi la trasladó hasta la estación de autobuses. Iniciaba un viaje de retorno que la devolvería de nuevo a su casa.

Se sentó en una de las plazas marcadas, a su lado viajaba la maleta. Un autobús casi vacío con doce pasajeros arrancó lentamente para salir de Madrid. Apenas encontró obstáculos, los escasos transeúntes que paseaban por la calle parecían supervivientes de un gran plató  cinematográfico, los semáforos con su luz parpadeante generaban cierta inquietud, la desolación se colaba por las ventanillas.

El dieciséis de marzo, el Colegio de Enfermería de Alicante se puso en contacto con ella, necesitaban sanitarios en Madrid, no se lo pensó, estaba en el paro, se apuntó sin hacer preguntas. Le pidieron que enviara un certificado de finalización del Grado y una copia del DNI, se pondrían en contacto con ella.

A los dos días la llamaron, ya tenía plaza y alojamiento en Madrid, trabajaría en el Gregorio Marañón y se alojaría en uno de los hoteles que habían habilitado para sanitarios. Le enviaron un documento pdf justificando su desplazamiento a la capital, la esperaban al día siguiente.

Todo fue muy rápido, en el equipaje introdujo los dos uniformes y lo que pilló a mano, no pudo despedirse de padres y amigos. Fue una noche de pesadillas y miedos, durmió muy poco. En el autobús tuvo tiempo de relajarse y echar alguna cabezada, incluso pudo saborear un trocito de ilusión. Su ánimo fue decayendo acompañado del cansancio y de los temores, dejó de asomarse a las noticias del móvil.

Con los ojos somnolientos abandonó el autobús, un taxi la llevó al Gregorio Marañón. Tuvo que acceder por la entrada habilitada para los enfermos del covid. No supo reaccionar, un pasillo lleno de pacientes y camillas la desbordó, se quedó paralizada. Una auxiliar la rescató, la tranquilizó y le indicó cómo llegar a la administración del hospital.

Le entregaron una bata impermeable y una mascarilla, cuando le dieron la acreditación le advirtieron que cuidara este equipamiento, no quedaban. Una enfermera llegó para recogerla y trasladarla rápidamente a su planta, le pidió que se cambiara y que se incorporara al turno de trabajo, así podría indicarle sus funciones, enseñarle la planta y presentarle a los enfermos.

Cuando acabó el turno, la enfermera que le había acompañado a lo largo de la tarde la llevó al hotel donde debía alojarse. Llegó agotada, reventada, con el ánimo roto. Tenía toda la noche para dormir, al día siguiente entraría en el turno de noche.

Fueron días muy duros, no sabe cómo pudo aguantar sola, lejos de casa, con jornadas largas y turnos dobles, sin material de protección y un miedo horrible al contagio.

Uno de sus peores momentos fue el fallecimiento de un joven, estaba respondiendo muy bien al tratamiento, lo iban a trasladar a planta al día siguiente. Repentinamente la afección se agravó, después de intentar durante dos horas subsanar los problemas respiratorios entró en coma, en una hora expiró.

Se desmoronó, se refugió en una de las cabinas de los servicios de planta y lloró amarga y silenciosamente hasta que el hipo la delató. Una compañera la rescató, le dio un abrazo, una botella de agua y le pidió que acudiera a ayudar en una de las ucis.

La muerte se hizo tan presente que se acostumbró a preverla y planificarla, cada paciente que fallecía liberaba una UCI que era ocupada por un enfermo grave, llegó a la conclusión de que la alta mortalidad impidió el colapso en las unidades de cuidados intensivos.

Fue una sobredosis de esfuerzo y sufrimiento, de compañeros que enfermaban o se derrumbaban, de pacientes que morían o sobrevivían en un destierro de soledad. De vez en cuando una sonrisa se dibujaba en su rostro por los que sanaban, por los que aplaudían, por la solidaridad forzada, porque sus padres se encontraban bien.

El autobús se deslizaba suavemente consumiendo kilómetros por la A-3. Una paisaje ajeno a sus pensamientos le acompañaba por la ventanilla, seguía muy disgustada. Pocos días antes de anunciar el cierre del Hospital de Ifema, le llegó un mensaje de correo electrónico en el que le comunicaban que daban por finalizado su contrato. Se quedó atónita, no se lo prorrogarían como habían prometido. Ese día lo pasó muy mal, se sintió traicionada, volvió a llorar.

Alicante la recibió con sol y calles vacías. En la soledad de su apartamento llamó a sus padres para comunicarles que ya había llegado y que tenía que estar catorce días de cuarentena. Puso la lavadora y se metió en la ducha, al salir se quedó atrapada en el espejo, había perdido peso. Se autocompadeció, un velo de tristeza había apagado el brillo de sus ojos, su mirada había cambiado. Un pensamiento súbito la asaltó, nunca fue una heroína, fue carne de cañón.