Hacía un mes que me habían jubilado. A pesar de seguir activo no había conseguido engancharme a la vida que había diseñado para mi nueva existencia, un retiro de trabajo físico y algunos retos interesantes.
Una lesión en el pié hizo que todo fuera más difícil y penoso. Las molestias persistentes estaban consiguiendo convertirme en una persona irritable que a veces no podía evitar contestar con acritud. Esta situación me enfadaba aún más, me dirigía sin remedio hacia un estereotipo que odiaba, un viejo cascarrabias.
El no saber vivir esta nueva etapa llena de oportunidades me estaba llevando a la frustración y la tristeza. Estaba fracasando estrepitosamente en la vida. Los pequeños dolores se confabulaban para hacer que el trabajo no fuera gratificante, los viejos afectos se habían desdibujado, no conseguía establecer nuevas relaciones. Me estaba aislando.
No podía culpar a nadie, lo había elegido yo, tal vez no fuera una decisión muy consciente pero nunca me engañé, siempre supe que no podría compaginar la vida de la casa rural con las relaciones que tenía en Zaragoza.
Aquel sábado, impelidos por una necesidad acuciante, decidimos acudir al club social a darnos un pequeño baño de humanidad. Fue grato comprobar que el bar estaba muy vivo, unos cuantos parroquianos llenaban la barra mientras otros ocupaban las mesas de la terraza.
Nos situamos discretamente en un rincón de la barra mientras saludábamos a uno de los vecinos. Sorprendentemente apareció ella como un torbellino que nos obligó a activar todos nuestros sentidos para poder encajar los estímulos que había desencadenado. Habíamos compartido el pasado en aquellos inicios lejanos de la colonización de la urba.
Nos pusimos rápidamente al día, con ella todo era muy rápido, hablamos de todo, de la vida, de los hijos, de decoración, de lugares, de encuentros, de nosotros, de ella, de otros. No hablamos de desencuentros, ni disgustos, ni tragedias, ni fracasos, … Ese día tocaba celebrar el encuentro.
Quiso compartir su gran afición por la numerología. Nos preguntó por nuestra fecha de nacimiento e intentó interpretar, con éxito, los rasgos más sobresalientes de nuestra personalidad. Poco a poco fue desgranando algunas de las sorprendentes aptitudes que complementaban su persona, pero lo que más me impresionó fue la fuerza y vitalidad que derrochaba para generar optimismo.
Con su fuerza y sus palabras conseguí transformar la frustración y la tristeza en un optimismo desmesurado que me llevó a la antesala de un futuro esperanzador. Me agarré frenéticamente a su argumentario y a su vitalidad, no dejé pasar la oportunidad de dar un vuelco a esas sensaciones que me estaban apagando.
Seguimos hablando, a veces atropelladamente. Presumía de tener una gran intuición y una perspicacia que le permitía deducir algunas cuestiones que solo estaban al alcance de brujas y chamanes. Aprovechamos para interrogarla sobre sus aptitudes adivinatorias, confesó que no poseía ese don. A pesar de ello fuimos persistentes, insistimos en que nos adivinara el futuro hasta que, hastiada, cedió, nos reuniríamos en su casa alrededor de las 6 la tarde.
Nos sentamos alrededor de una mesa en el salón de su casa y nos volvió a decir que no poseía el don de la adivinación. No obstante intentaría dibujar algunas líneas del futuro combinando los números con la astrología.
Fue una sesión rápida e insólita. A los tres minutos de sentarnos la luz cálida de una lámpara del siglo XIX inicio un parpadeó nervioso, un lápiz inexistente dibujó en la hoja en blanco un mensaje, un estruendo repentino nos levantó del sofá. A pesar de que solo transcurrieron unos segundos, pudimos leer el mensaje. Nos miramos perplejos y asustados. Sin pensarlo dos veces, salimos atropelladamente de la casa. Al día siguiente abandonábamos la urbanización hacia un paradero desconocido.