Un poco de esperanza

Fotografía de danigeza

El día había salido radiante, una luz primaveral y una temperatura muy agradable presagiaban una jornada más animada. Por fin, la lluvia y las nieblas habían quedado atrás.

Como otros inviernos, sobre todo a principio de año, intentaba hacer un ejercicio de reflexión sobre mi vida, ¿qué estoy haciendo bien?, ¿qué puedo mejorar? Lo había aprendido en un libro de autoayuda que me habían recomendado.

En este nuevo año no cabía mucha reflexión, la pandemia nos había confiscado tantas cosas importantes que quedaba mucho por hacer, desde aprender de nuevo a sonreír hasta renovar completamente una actitud vital que nos había llevado a un pesimismo muy profundo. Yo creo que muchos estamos desesperanzados.

Después de dos años había acudido de nuevo al fisio, lo encontré cambiado, estaba más delgado, las arrugas de los ojos las tenía muy marcadas, me contó que tanto él como sus compañeros habían sufrido mucho para salir adelante. Otros se quedaron en el camino, no pudieron aguantar la presión ni el desastre económico que produjo el confinamiento.

Todos los esfuerzos, todos los intentos de volver a la normalidad se han frustrado, aún tengo que recuperar a mis amigos. Tengo que rehacer una comunicación que ha sido destrozada por la distancia y ese enfermizo ambiente mediático que estamos sufriendo.

Me gustaría compartir con ellos el miedo y la inseguridad, la inquietud y la angustia, también me gustaría compartir anhelos y proyectos. Necesito exorcizar ese temor indefinido que me atenaza, sé que la clave está en ellos, en su complicidad, en la intimidad perdida.

Tengo tanta necesidad de personas, de cercanía, de sonrisas, de miradas que arropan, que he decido crear en Ganuza una sociedad cultural paralela a la casa rural para no sentirme solo. Estoy exagerando, pero el fantasma de la soledad cada vez es más palpable y nocivo, en demasiadas ocasiones me siento superado por problemas que no tengo.

La tristeza ha socavado una buena parte de las ilusiones y ha mermado sustancialmente mis energías, estoy enfermando, apenas me quedan fuerzas para enfrentarme al día a día. He decidido ir al Centro de Salud, me han hablado de los «inhibidores de la recaptación de serotonina y noradrenalina», se lo comentaré al médico.

No todo son sombras. Hace unos días me ilusioné con un wasap, un ex compañero de la laboral me comentó cómo había vuelto a retomar el laúd después de 40 años. Se apuntó a una rondalla y estas navidades he visto un vídeo suyo interpretando un villancico. Me ha dado mucha envidia y me ha animado a seguir sus pasos.

También me alegré de hablar con un amigo muy lejano que tuvo que dejar el trabajo. Me decía por teléfono que no tenía tiempo de nada: la comida, la casa, la hija, la pareja trabajando, … Me comentaba que andaba tan atareado que solo podía leer el periódico al día siguiente. Me recordó a los añorados tiempos de pre pandemia.

He vivido desde las redes sociales el éxito de artistas de nuestro entorno, de Jesús Sanz, Chavi García Mainar o Pilo Gallizo, las artes plásticas, la música o la fotografía se han hecho más grandes con su talento y trabajo. Un ejemplo para no caer en el abatimiento.

Sí, de una u otra manera, me tengo que agarrar a todo lo que me estimule para ponerme en movimiento, estar parado, dejarme acunar por el sofá me ha llevado a un mar de tristeza.

Hago un esfuerzo para salir de casa, el café, además de espabilarme, me ha provocado un estado de desasosiego desagradable. He decidido coger el coche y darme una vuelta hasta el Ebro, las choperas y el río seguro que me tranquilizan.

Tomo el camino de Torres de Berrellén, nada más llegar me doy cuenta de las señales de la última riada. Inicio el camino paralelo al cauce, es un paseo breve pero muy gratificante. Me entretengo con la desnudez de los chopos, la turbiedad del agua y un cielo salpicado de nubes blancas. Cuando acabo con el paseo, dedico unos minutos a contemplar la barcaza que cruza el Ebro, siempre me ha seducido «andar» por encima del agua. 

Regreso por el mismo camino, el día sigue radiante. Al incorporarme a la autovía me doy de costado con un camión, salgo rebotado contra el quitamiedos y vuelvo a rebotar para quedarme en medio de la calzada. El chirrido de un frenazo no evita que sea golpeado violentamente por un vehículo rojo. A partir de aquí la consciencia se desvanece y me sumerjo en las tinieblas.

La oscuridad reina en la habitación, el ambiente es gélido y la camilla incómoda. Una puerta se abre rasgando la penumbra, me cubren con una sábana y me introducen en un sarcófago helado. La oscuridad se hace de nuevo. La desesperanza se evapora, la tristeza se diluye, la angustia desaparece.