Un extraño presentimiento lo despertó, dejó la cama apresuradamente y se fue directamente al ordenador, con impaciencia examinó el buzón de correo. Un mensaje llamó su atención, una Asociación ofertaba una serie de servicios a las personas que deseaban morir apaciblemente. El eslogan era muy llamativo, «Un tránsito feliz a la eternidad».
Se inquietó, no tanto por el contenido del mensaje sino por la necesidad urgente de leerlo. El anuncio era muy oportunista, las últimas noticias de la televisión ya hablaban de una segunda pandemia, la tristeza y la angustia estaban haciendo estragos en la población, sobre todo entre los jóvenes.
Un pálpito vehemente le indujo a llamar por teléfono. Después de superar el interrogatorio de una centralita automática, una voz femenina muy amable le invitó a manifestar su deseo. Un breve intercambio de información fue suficiente para solicitar los servicios de un acompañante, la operadora le indicó que le comunicaría la cita y se despidieron.
Nada más dejar el teléfono se arrepintió de la llamada, no necesitaba ni asistencia médica ni psicológica, tal vez compañía, pero nunca se le hubiera ocurrido solicitar este servicio. Le echó la culpa a ese presentimiento que le venía azuzando desde que se levantó.
Al día siguiente fue citado con un mensaje de wasap y una fotografía a la entrada del parque grande. Con sorpresa comprobó que era una mujer, no había contado con ello. Acudió a la cita nervioso, le sudaban las manos. No pudo evitar un respingo cuando la mujer lo sorprendió por la espalda, se presentó como Margarita, una voluntaria de la Asociación.
Fue un paseo poco agradable, mezclaba un tono de superioridad con una condescendencia que le irritaba. Acentuaba la tristeza y la apatía de las personas que iban encontrando a su paso y sentenciaba que una buena parte eran merecedoras de un destino más compasivo, sutilmente lo incluyó en ese grupo. Como colofón, la voluntaria le invitó a visitar el servicio psicológico.
Tenía que haber cortado ahí, pero la curiosidad pudo más que la sensatez, acudió a la consulta. El psicólogo, un personaje estirado y prepotente, le demostró en términos científicos la banalidad de su vida, no pudo anotar ningún hecho reseñable en su dilatada existencia. Aduciendo algunos principios deterministas de carácter existencial le aconsejó que lo mejor que podía hacer era ser compasivo con él mismo. Una vida que no se vive no merece ser vivida.
Se dirigió a la siguiente consulta con cierta confusión. El médico fue muy explícito, para un tránsito rápido aconsejaba cianuro potásico, por el contrario, la combinación de Midazolam y morfina era perfecta para despedirse lenta y apaciblemente. En ambos casos le podían suministrar los productos.
Quedaba un último trámite, el médico lo citó con el gerente de la Asociación. En un suntuoso despacho ensalzó el carácter filantrópico de la obra y el éxito que estaban teniendo, veinticinco decesos en los últimos meses.
Mientras le mostraba la factura, más de 3.000 euros, le explicó los gastos que conllevaba mantener un servicio de estas características. Por último, le propuso saldar la deuda si decidía testar a favor de la Asociación. Le invitó amablemente a acudir al notario y a encontrarse con su destino.
No dijo nada, pero se sintió como un estúpido. A pesar de todo, nunca se había fiado de los presentimientos y menos cuando eran tan intensos, desde el principio decidió grabar las conversaciones con su móvil. Empujado por el cabreo se dirigió a la comisaría más próxima para denunciar el hecho y documentar como pruebas el mensaje de correo electrónico y las grabaciones.
Al cabo de cinco días fue citado para que identificara a los individuos que habían participado en la presunta estafa. El reconocimiento fue un éxito, la policía había acumulado pruebas suficientes para procesarlos. El comisario lo felicitó por su conducta ejemplar.
Satisfecho se dirigió a la salida de la comisaría, había conseguido encender su vida y acabar con la apatía y el aburrimiento. Un atisbo de proyecto vital empezó a conjeturar planes para el futuro inmediato.
En el trayecto hasta su casa estuvo a punto de ser arrollado por un vehículo en un paso de peatones, se asustó, decidió caminar más atento.
Al entrar en la vivienda escuchó por última vez el chirrido desagradable de la puerta, se dirigió a la cocina y preparó con parsimonia la solución de cianuro potásico con agua, se sentó en el sofá y la ingirió lentamente. Cerró los ojos, una noche de tinieblas preludió el final del día.