El pastor de Lokiz

Vista desde la Sala de los pastores

Con nueve años tuvo que dejar el pueblo para estudiar en un colegio de la capital. No quería, a sus padres les costó un enorme disgusto y mucha pena dejarlo en aquel edificio lleno de niños. Un llanto desolado lo acompañó durante tres días, sus gimoteos pusieron a prueba la paciencia y la bondad del padre Xabier, estuvo a punto de llamar a sus padres para que se lo llevaran al pueblo.

Al cuarto día el llanto cesó y sustituyó los gimoteos por una mirada triste y una expresión taciturna que nunca le abandonaría. El padre Xabier no solo se tranquilizó, sino que se empeñó en hacer que ese niño no fuera un desgraciado.

A pesar de los tiempos que corrían tuvo suerte, cayó en un colegio moderno de una ciudad muy conservadora en unos años muy grises. No era brillante, sacaba adelante los exámenes con dificultad pero desarrolló dos aficiones que iban a marcar su vida, su amor por la lectura y la flauta dulce.

Las clases transcurrían en una atmósfera de repetición cansina, al tedio solía sumarse la tibieza de un sol que no acababa de brillar. Nunca logró encontrarse a gusto en el colegio, su gran deseo era escapar al pueblo en las vacaciones para sumergirse de lleno en su actividad preferida, cuidar las cabras.

Cuando acabó el bachiller decidió no continuar y centrarse en el cuidado del ganado. Su padre protestó porque dejara los estudios pero agradeció que se quedara en la casa, tenía demasiado trabajo y empezaba a notar el cansancio de los años.

El primer día se atavió para salir al monte con un paraguas y una pequeña mochila con pan, queso, la flauta, un libro, un lápiz y un cuaderno. Al llegar a la Sala de los Pastores, mientras las cabras se divertían correteando entre los riscos, sintió que éste era su espacio, por fin se había instalado en su mundo.

Mirando el cielo contempló una nube de algodón que se desplazaba sinuosamente, reconoció al padre Xabier dibujando saludos raros y vistosos, había fallecido un año antes víctima de un cáncer de pulmón. Fue su primer ángel, gracias a él pudo superar el internado sin caer en una tristeza profunda.

Los días transcurrían en una rutina entretenida en la que siempre había algo que aprender, salpicaba la vigilancia del ganado con la lectura, la flauta y la observación de todo lo que estaba a su vista: plantas, insectos, nubes, aves, … El tiempo tenía una dimensión laxa en la que cabía casi todo. Paulatinamente se acostumbró a tomar notas de todo lo que se le ocurría. 

A veces se ensimismaba en sus cosas o escribiendo y las cabras tenían que darle empentones para espabilarlo. En una ocasión tuvieron que correr perseguidos por una tormenta muy violenta de truenos y rayos, se guarecieron como pudieron en el corral de Andueza. Adi, el perro, no dejó de protestar ante las apreturas.

Las cabras temblaban sacudidas por el estruendo de truenos y relámpagos. En estos casos se ponía a tocar la flauta, era un momento mágico, se olvidaban de la tormenta y se quedaban extasiadas escuchando la música, él se sentía especial, como un gran intérprete volcado ante su auditorio.

A raíz de esta tormenta decidió rehabilitar el corral de Orokieta, en el barranco de Zologorri, una parte del tejado se había hundido y la vegetación se estaba adueñando del espacio. Una buena parte de la maleza la quitaron las cabras, las vigas dañadas las colocó con la ayuda de un vecino del pueblo, su padre ya no estaba para estos trotes.

Cuando sus padres murieron el contacto con el pueblo se redujo drásticamente, cada vez se quedaba más noches en la sierra. Bajaba muy poco, en los días más duros del invierno y en alguna ocasión muy especial, cuando tenía que despedir a algún ser querido o hacer acopio de alguna necesidad.

Un día olvidó bajar al pueblo y perdió el contacto con los hombres. No los extraño, su relación esencial seguía siendo la naturaleza de Lokiz y sus cabras, su espacio vital el cielo, el corral se convirtió en el refugio para noches frías y de tormenta.

Un devenir de puestas de sol, pastoreo y contemplación fue añadiendo arrugas a su rostro, una flauta más templada y unas textos más básicos fueron ocupando su universo más lúdico. Su vida se simplificó y se fundió con la sierra como un habitante más. El mundo también se olvidó de él.

Después de muchos inviernos un curioso decidió visitar el corral de Orokieta, quería ver al pastor. Al acercarse notó con extrañeza que no había ninguna cabra y que la maleza pugnaba por apoderarse de las piedras. Sorteando algunos obstáculos logró introducirse en el interior, estaba demasiado oscuro, al fondo, junto a un fogón, logró discernir un bulto, era una mochila vieja.

En el interior encontró una flauta y un cuaderno arrugado, en él había referencias sobre plantas e insectos, reflexiones y dibujos, en la última página, apenas legible, podía leerse, “estoy casi ciego, apenas oigo, he despedido a mis cabras para que encuentren su espacio en la sierra. Me voy a un rincón apartado en busca de una nube de algodón.”

Todavía hoy se puede encontrar en la senda que discurre por el barranco de Zologorri, una piedra con una inscripción que reza, Aquí vivió el Pastor de Lokiz.